Si apelamos al sentido común de la gran mayoría de educadores, podríamos llenar seis bibliotecas con los numerosos discursos que reclaman casi al unísono mayor participación y responsabilidad familiar en la educación y en la formación de sus hijos. Pero esta impecable demanda, que aparece como un principio lógico e irrefutable, incluye a su vez una queja aún más grave. Porque casi todos los maestros no sólo denuncian la crónica desidia y negligencia de los padres, sino que atribuyen principalmente a aquellas los fracasos de sus hijos en su vida escolar. El señalamiento de la familia como la gran responsable del bajo rendimiento, la indisciplina o la repitencia de los niños, en efecto, ha constituido desde siempre un enorme lugar común.
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